Los bordes, de Angelo Tijssens (Dos Bigotes) Traducción de Maria Rosich | por Gema Monlleó

Angelo Tijssens | Los bordes

“Dulce ridens, dulce loquens,
se depila las piernas hasta que relucen
como colmillo de mamut petrificado.”
Adrienne Rich 

¿El pasado no resuelto atraviesa de manera permanente el presente? En Los bordes, la primera novela de Angelo Tijssens (Bélgica, 1986), sí. En la vida, nuestras vidas, habitualmente también. Los flecos de ayer son una tela de araña rota que el viento agita y que cosquillea desagradablemente en la espalda. Esa tela de araña, abandonada, ruinosa, tiene vida propia y la lejanía no impide que, aunque aparentemente muerta, siga creciendo y desestabilizando el andar, el correr, el alejarse. Esa tela de araña retruena y retumba y, como los terremotos, provoca réplicas ante las que volver a derrumbarse. 

Tijssens, guionista junto a Lukas Dhont de la película Close (2022), traza en Los bordes una línea que yo percibo como un epílogo de aquella. Si en Close el verano narrado es de la última infancia, despuntando la adolescencia, en Los bordes la vida adulta todavía mantiene un pie en la búsqueda adolescente no sé si del quién soy pero sí muy constreñida por el quién quiero ser. Si el final de Close (que no destripo) no fuese el que es, quizás Los bordes podría ser una continuación más que un epílogo. Si en Close el dolor (la incomprensión, el juicio, el miedo y los anhelos), aunque abrazado por un entorno familiar sano y afectuoso, aboca a un callejón sin salida, en Los bordes ese mismo dolor (y la incomprensión, y el juicio, y el miedo, y los anhelos) es un dolor multiplicado entre el fuera de casa y el en casa, entre el yo y los demás y el yo y los de casa (la de casa: la madre).  

Un hombre joven pedalea bajo la lluvia en una noche invernal. En un paisaje desolador, de edificios a medio construir y casas semiabandonadas, un hombre (otro) guarda la zona, vigila, protege. Dos hombres que fueron amigos de niños, de adolescentes. Dos hombres que descubrieron juntos el sexo, donde juntos quiere decir entre ellos. Dos hombres que hace años que no saben del otro, que perdieron el contacto cuando los hechos (no los mismos) pesaron demasiado para ambos. Dos hombres que ahora se reencuentran cuando uno busca al otro y que siguen desconociéndose tanto como entonces (“Me mira y dice: y. sin embargo, estás más intacto que antes. Le miro y añade: eres más fuerte. Y tienes menos moratones”). 

En Los bordes el pasado y el presente se entrelazan una narración bífida. Un hombre narra y un niño es narrado. Un hombre regresa por unos días a la ciudad en la que creció y un niño desea una huida. Un hombre busca el paréntesis del único apego que le era soportable entonces, cuando el niño todavía-no-hombre sufría la ira y el maltrato de una madre alcohólica. Un hombre que de niño aprendió a callar y que hoy, cuando el regreso es la última mirada al ayer más doloroso, sigue siendo incapaz de poner palabras a lo que siente (¿tal vez no quiere?). 

En Los bordes hay una caja de cochas que fue sostén y punto de fuga, una caja de conchas que era la prueba palpable de la posibilidad de otros mundos mientras el niño todavía-no-hombre sentía la hostilidad y recibía el daño, el castigo y la ira de su madre repudiadora (sic). En Los bordes la caja de conchas del niño es su armario de Narnia, el lugar desde el que soñar (“Las ordenas sobre la mesa. Hay ciento siete en total. Acabas de contarlas por segunda vez. Apuntabas todos los nombres en el cuaderno y añadías, en otro color, la ubicación, a veces aproximada, en que habían sido encontradas”). En Los bordes la caja de conchas es la herencia de uno mismo, el mapa y el tesoro, el recuerdo de instantes serenos. 

Un niño (“cerrarás los ojos pero no te atreverás a quedarte dormido, y no te dormirás, agotado, hasta que todo esté en silencio y lo único que oigas sea la lluvia contra las ventanas”). Un hombre (“Fuera, la tormenta arrecia. Aquí dentro, un joven pone la mano sobre el pecho del otro, y luego también la cabeza. Respiran al unísono”). Un niño y su caja de conchas. Un niño y la inocencia perdida. Un hombre que mira hacia atrás para no volver a volver la vista atrás más. Un hombre que cierra un tiempo que fue y todavía es un espacio-tiempo. Un niño y la taxonomía de sus desamparos. Un hombre que ya no se entrega y ya no es abandonado. “Las células de tu cuerpo se reemplazan a sí mismas continuamente, todo está siempre en movimiento, todo se sustituye. Excepto las del cristalino de los ojos, que no cambian nunca. Siempre son las mismas. Las heredas”. Un niño y ese niño ya hombre. Dos niños y hoy ya dos hombres. Una noche para un despertar, para un paseo solitario, para una zambullida nocturna en el lago, para una despedida.  

A veces para recomponerse hay que encontrar todos los pedazos de uno mismo y ponerse a coser. Otras veces es mejor desecharlos todos, que no quede ningún pedazo herido, y dejar(se) brotar de nuevo. Tijssens muestra esos pedazos (los de hoy y los de ayer). Tijssens intenta apartar la tela de araña de los flecos del pasado. Tijssens sabe, ya lo sabía en Close, del peso de lo no-dicho. Y Tijssens, mirada cinematográfica, no ahonda en los huecos de Los bordes, los muestra, los cita, los describe desde una tristeza existencial tan impregnada y asumida que ya apenas duele: “Imagínate que cambias un tablón de ese barco, de algún lugar de proa. ¿Sigue siendo el mismo barco? (…) Supongamos que alguien vuelve a montar en algún lugar lejano todas las piezas originales, todas las partes retiradas a ese barco, ¿es ese el barco auténtico?”.  

Los bordes no es Vengo de este miedo (Miguel Ángel Oeste), no es Por qué volvías cada verano (Belén López Peiró), no es Me llamo Lucy Barton (Elizabeth Strout), no es Papá nos quiere (Leticia G. Domínguez), y no es, claro, Historia de Shuggie Bain (Douglas Stuart), pero posee, como todas ellas, el dolor por una infancia que no fue la deseada arcadia feliz y evidencia sus consecuencias. 

Asumir el pasado (que no resolver el pasado, que no superar el pasado) para no lastrar el presente (para no lastrar más el presente). Reconocer los bordes de las heridas como bordes de heridas y decidir mostrarlas o decidir encerrarlas. Diferenciar enemigos y culpas, culpables y víctimas, y perdonar(¿se?) o rechazar. Saber y mentir, tener y ocultar, necesitar y apartar. Hay en Los bordes la línea invisible de una frontera. Y hay, para los personajes de Los bordes, la posibilidad, ahora sí madura, ahora sí adulta, de cruzarla o no. 

(*) Edmond Jabès 


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